Es lamentable que, a menudo, nuestras conversaciones se transformen en una competencia de gritos en lugar de un intercambio constructivo de ideas. Hablar debe ser una herramienta para entenderse, no un campo de batalla de decibelios. El hecho de que aumentemos el volumen de nuestra voz no resuelve nuestros problemas, simplemente los amplifica y añade ruido a la situación. Además, gritar más fuerte no añade validez a nuestros argumentos ni mejora nuestra razón. Deberíamos ver el diálogo como el delicado mecanismo de un reloj; gritar en una discusión es como tratar de arreglar ese reloj con un martillo. Para que la comunicación sea efectiva y productiva, necesitamos practicar la escucha activa, el respeto mutuo y la empatía.
Juntos prometamos, amor mío, cesar el grito,
no más voces al viento, sin sentido.
Nuestro lenguaje, que sea un rito,
donde el respeto y la calma han de ser el abrigo.
Levantar la voz solo agita el mar,
y en su furia, no hay lugar para navegar.
Hablemos en susurros, intentemos escuchar,
en la serenidad, nuestras diferencias podremos solucionar.
Prometámonos, amor, no más batallas de decibelios,
sino diálogos dulces como amaneceres en el cielo.
Encontremos la paz en cada conversación,
y hagamos del entendimiento nuestra canción.